¿De qué se ríe la Gioconda?
Cada libro pide un lugar de lectura. No es lo mismo un tomo grande, que exigirá el soporte de la mesa que una novelita que se hojea en un bar. Hay libros para los autobuses, para la intimidad de la cama, otros ideales para leer en el tren. Recuerdo, por ejemplo, que superé largos viajes hacia un feo pueblo en el que trabajaba leyendo Ana Karenina, sin mirar el paisaje ardiente puesto que, en mi imaginación, estaba cubierto por la nieve rusa. La novela de la que voy a hablar se lee de noche, si hay tormenta mejor, con truenos y relámpagos, calentita, arrebujada entre las mantas pero tiritando de miedo.
Drácula, con sus largos colmillos hincados en el cuello de una pálida dama, se convirtió en uno de los íconos que viene persiguiéndonos desde que su autor, Bram Stoker, escribiera la famosa novela y el cineasta Murnau la llevara al cine. Más célebre que su propio creador, del cuál poco más se recuerda, el personaje del vampiro, convertido en prototipo, pobló las fantasías de generaciones, somos muchos los que hemos sentido cierto estremecimiento al pensar en este ser nocturno e inmortal.
Hemos soñado, es verdad, con Drácula, en noches de pesadilla nos ha perseguido este temor. Un primer acercamiento al tema nos da un simbolismo sencillo: la representación de unos seres que viven de los otros, que les “chupan la sangre”. Pero Drácula es mucho más: ¿a qué temor alude su hemológica actividad?, ¿por qué, en fin, ha tenido tanto éxito una historia que, en realidad, ya se encuentra en el Satiricón de Petronio o en Las mil y una noches?
Sea por la razón que sea, el vampiro siempre ha tenido adictos: cine, revistas, clubes de fans. Incluso en la moda juvenil, en el grupo de los siniestros. En teoría, el monstruo ha sido vencido, pero el juicio de los lectores es diferente y le dio el triunfo de la cultura de masas. Brodway le rindió justo homenaje, directores de cine más que serios contaron su historia. Drácula se alza, con su rostro pálido, los labios rojos, capa y colmillos, en carteleras, anuncios y locales frecuentados por miles de compradores ávidos.
Leí Drácula, lo recuerdo bien, durante una larga enfermedad. Mejor dicho, durante una larga noche de esa larga enfermedad, porque no pude interrumpir su lectura, comenzada con la caída del sol y paroxísticamente concluida en una aurora sangrienta. Fue un período particular, como suelen serlo aquellos en los que nos mantenemos en la cama, espectadores de la vida ajena, tendidos ante nuestra propia circunstancia y entregados a los más profundos temores y pensamientos. Un mes y medio de cama de los que saqué, bueno es decirlo, un rédito a la quietud obligatoria y que consistió en terminar, de una vez por todas, mi carrera y licenciarme.
Drácula no entraba en el programa de Literatura Hispanoamericana ni en Griego IV, las últimas asignaturas que me quedaban por rendir. La elegí distraídamente, -siempre he descansado de los libros con más libros- para relajarme.
Soy supersticiosa, así que coloqué unos dientes de ajo sobre la mesilla de noche, me puse una prudente bufanda y me dediqué al placer más insigne: leer un buen libro sin ninguna obligación. Afuera, claro, una noche tormentosa.
Los vampiros recorren la historia en dos líneas: la del folklore y la literaria, unidas ambas en la novela que estaba por comenzar. Existe la tradición del vampiro en muchas culturas. Japón, India, China, Rusia y Europa del este. Rumania parece ser el centro operacional de estos voraces seres. Las características son más o menos comunes: ojos y labios brillantes, fuerza sobrehumana, temor a la luz, capacidad de hipnotizar, de atravesar paredes y de dominar a algunos animales como ratas y lobos. Vida latente, mantenida gracias a la sangre de los vivos, capacidad para transformar a los temblorosos mortales que caen bajo sus colmillos en “muertos vivientes” o en ese estado intermedio que se denomina “no muerte”. Tal es el vampiro tradicional, cuyo vigor devoró al propio autor de la mejor novela que se ha escrito sobre ellos: Drácula.
¿Quién era Bram Stoker? Sabemos que nació en 1847, y murió en 1912, en Dublín. Fue un niño de salud frágil, casi un inválido. Como en muchos otros casos en los que lo más fuerte de la personalidad surge de una lucha contra las carencias, Stoker logró revertir esta cuestión y se convirtió en un atleta. Destacó en matemáticas y, al igual que su padre, trabajó como funcionario público. Su vida exterior fue serena pero la insulsa vida de funcionario encubría, entre muchas otras cosas, una ardiente curiosidad por lo mágico o sobrenatural.
Este interés no era extraño en la segunda mitad del siglo XIX y en Inglaterra. De hecho, Stoker formó parte de la sociedad secreta The Golden Dawn, a la que pertenecieron también Yeats, Haggard, Machen, Conan Doyle, o Blackwood. Escritor amplio y no del todo original, Stoker tendrá también un gran interés en el mundo del teatro, así que terminó dedicándose a ser agente y secretario del entonces muy conocido actor Sir Henry Irving. Y este hecho cambió su vida, ya que por aceptar un desafío o guante creativo que le lanzó a la cara el actor, Stoker escribió Drácula y vendió, en su propia época, más de un millón de ejemplares.
Pero no es Drácula, ese sorbedor de gargantas femeninas, el único entusiasta por la sangre en el convulso siglo XIX inglés. Pocos conocen una magnífica novela que cuenta la historia de una mujer vampiro y que fue escrita por Sheridan Le Fanu, contemporáneo de Stoker y también de Dublín. Carmilla[1], una novela corta, es uno de los mejores relatos de vampiros.
Carmilla le encanta a mi hermana, ella hizo que la leyera. Ahora ha tenido gemelos, así que casi no aparece por aquí, no le queda tiempo ni para respirar. El médico le ha dicho que está anémica, que tiene que cuidarse, y ella responde que la vida familiar la está dejando sin sangre en las venas. “No doy más”, me musita desde el otro lado del teléfono, con un hilo de voz. Y luego “perdona, te dejo, los niños están llorando”.
También mi hermano menor se ha lanzado a leer sobre vampiros. Tiene una visión un tanto gore del tema pero adora la historia de Le Fanu, una de las primeras historias de lesbianismo escritas jamás. De hecho, la narración de Le Fanu, si bien no alcanza la calidad literaria del mítico Drácula, da la impresión de ser un texto más moderno. La descripción de la vida burguesa, la culta serenidad sobre la que se abre, como un desgarrón, lo demoníaco, la acercan a Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Y aquí no se trata simplemente de deseo, como sucede entre Drácula y sus víctimas, entre las dos mujeres de Carmilla hay amor. Es cierto que hay otras mujeres vampiro en la historia de la literatura. La de Goethe, La novia de Corinto, La muerta enamorada de Gautier. También existen otros, anteriores a Drácula o contemporáneos, creados por Byron, Tieck, Poe, Tolstoi, Baudelaire o Hawthorne (h).
Vuelvo a pensar en mi hermana y me pregunto si no estaría Stoker representando algo que le pasaba a él mismo, no estaría acaso pintando la relación vampírica que existía entre el escritor y Sir Henry Irving. De hecho, otro texto anterior, llamado El vampiro, fue redactado en condiciones análogas por un escritor poco conocido llamado Pollidori, que vivía a la sombra de Lord Byron.
En cuanto a la versión cinematográfica, Nosferatu, estrenada en 1922 era la segunda película de un cineasta por entonces nada conocido, Friedrich Wilhelm Murnau, quien, para no pagar derechos de autor, le cambió de nombre al personaje, que pasó a llamarse Orlok. El éxito no pareció entusiasmar demasiado a Florence Stocker, esposa del escritor, en una época en la que las damas estaban alejadas de “la más mínima excitación que pudiera abrumarlas”. Florence, cuando se convirtió en viuda, recuperó judicialmente todas las copias de la primera versión cinematográfica inspirada en la obra de su marido y cuando presentó una demanda contra Prana Films, compañía productora de la película, los tribunales alemanes le dieron la razón. En 1925 quemó las copias pero, como si la sombra del vampiro fuese indestructible, la productora ya había iniciado la distribución en los Estados Unidos y el fantasma se salvó comenzando su vuelo para felicidad de los espectadores. Las sombras recogidas por la cámara aún nos estremecen, aún nos hace temblar el vampiro, llámese como se llame.
De todas formas, todo preconizaba que el mito de Drácula tendría que morir con el siglo, cuando la razón superó a la magia y la investigación del alma quedó en manos de la psicología. No fue así. Drácula sigue siendo un “héroe” conocido, y las películas o alusiones al personaje se suceden. Tal vez en él haya algo de nuestro estupor ante la muerte, que no se calma ni con las explicaciones de la ciencia ni con las de la religión. Fuera del tiempo que es el transcurrir de la vida, responde a una pregunta que, en el fondo, todos nos hacemos: ¿qué pasaría si no fuésemos capaces de morir? ¿qué pasaría si se nos regalara la eternidad? El vampiro, con su fuerza hipnótica, acaricia sus pálidas mejillas y nos da la respuesta.
Oigo la lluvia que golpea el cristal de mi ventana y vuelvo a la realidad, a tomar conciencia de mi cuerpo que, desde la cama que me reúne y contiene, desde esta oportuna pausa. Tanta comodidad me lleva a pensar que no soy indiferente a la parte burguesa de este libro. Desde que dejé la casa de mis padres vivo en dos habitaciones que, además, comparto, y por lo tanto envidio los castillos que aparecen en la novela, los salones con mirador, cuadros y bargueños, tapices, altos doseles y el tintineante juego de té. ¿Cómo podían, en aquél entonces, estar tan cómodos, y precipitarse a la vez en los abismos del alma? Me niego a pensar que esa comodidad los dejaba inermes frente al ataque de las pasiones. ¿Es, acaso, el terror literario fruto del aburrimiento? No lo creo. Aquella gente sufría, y mucho, la muerte los visitaba a menudo, persiste la imagen de sus seres queridos muertos de enfermedades hoy ya casi inexistentes.
Podría decirse que la primera parte de Drácula, aquella en la que Jonathan Haker se acerca a la mansión del monstruo, pertenece a las mejores páginas de la literatura del siglo. Se lee en vilo, de un tirón, seduce el manejo del enigma. Narrada en primera persona, la historia se fragmenta en un juego de personajes que, a través de diarios, cartas, noticias periodísticas, telegramas o incluso, de un cuaderno de bitácora, nos acercan a su particular versión de los hechos.
Llegamos a la pregunta central: ¿de qué murió la bella e inocente Lucy Westerna? Varios hombres se acercan a su tumba. Se trata del Dr. Van Helsing, su discípulo, el Dr. Seward, novio de Lucy, Arthur y Quincey Morris, otro enamorado de la muchacha. Alumbrados con velas, entran en la cripta, clavan una estaca en el convulso corazón. Esto es lo que queda de la dulce joven, una vez que ha sido mancillada por el monstruo:
En todo caso, parecía que estuviésemos viviendo una pesadilla que se llamaba Lucy. Los afilados dientes, los voluptuosos labios cubiertos de sangre, detalle suficiente para hacernos estremecer de horror, el cuerpo sensual, visiblemente desprovisto de alma, que era como una mofa diabólica de lo que había sido el dulce candor de Lucy..[2]
Es fácil deducir que este “vampirismo” muestra la entrada de lo erótico en el mundo femenino, un erotismo que se entiende, a todas luces, como siniestro. En todo caso los hombres, únicos testigos de “la transformación” de la joven, ven como demoníaco todo lo que es deseo. El “horror” que domina a esos cuatro hombres, resulta ser, de alguna manera, el horror a la irrupción de la mujer como ser no solamente deseado, sino también deseante.
Cierro el libro por unos segundos, pienso que leer a Drácula en clave femenina es tan esclarecedor como interesante. Los relámpagos cruzan el cielo cuando pienso que contemplar lo que ven los hombres con ojos femeninos muestra la otra cara de la moneda. De hecho, el momento histórico es bien importante. Por un lado, la mujer es una dama, un ángel y, por otro, sujeto del más violento erotismo. Se trata de la época en la que las mujeres tenían dos papeles posibles y antagónicos: el de ángel del hogar y el de meretriz. .
Claro que hasta el siglo XX en el arte, casi en su totalidad, aparece una sola perspectiva: la masculina. Nadie parece pensar que todo es cuestión del cristal con que se mire o del género al que se pertenezca, lo que parece incuestionable para la cultura patriarcal tal vez no lo es tanto si se estudia con mirada de mujer. Revisemos un poco los personajes masculinos de la novela: el Dr. Van Helsing, médico holandés, versado en cuestiones científicas y también en cuestiones del espíritu, es la guía, el eje que conduce hacia la verdad en la narración. Está construido a partir de la imagen de los psiquiatras de la época, incluso nombra a Charcot, el maestro de Freud[3]. Casi anciano, infunde respeto en todos los hombres. De hecho, maneja la ciencia médica, y en tres ocasiones salva la vida de Lucy, atacada por el vampiro, mediante transfusiones de la sangre de todos los personajes masculinos disponibles. A su lado está Arthur, el prometido de Lucy, que la ama incondicionalmente. Es joven, inteligente, valeroso, leal, algo paterno. Estas características acompañan a todos los personajes masculinos que se colocan del lado del bien. Cuando ofrecen su amor, lo hacen de manera pura y convencional. Así resultan ser los campeones de la lucha contra el mal. Lucha doble, por cierto, ya que tienen que creer en lo increíble y cumplir con la misión de vencer al Conde. Por cierto, también tienen que luchar contra una serie de mujeres que se entregan al mal (o a los brazos del Conde), llevarlas a la buena senda o, si esto no es posible, clavarles una estaca en el corazón.
Estamos en mitad de la noche, aún faltan algunas horas para que amanezca. Cerca está un rojo amanecer que veré doblemente, a través del cristal de mi ventana y a través de mis ojos que, febriles, recorren las páginas. Tengo un poco de fiebre, la lectura ha insuflado calor en mis venas. A la vez que analizo y comprendo, deseo de todo corazón viajar a Transilvania, tomar esos trineos arrastrados por caballos, vivir esa vida de almohadones de seda y sentimientos leales. Sentimientos y comodidades que, por otra parte, pueden bascular brutalmente hacia sus opuestos: la serenidad y la dulzura giran hacia la bestialidad y el hambre devoradora que no respeta ni la vida de los niños inocentes, el fuego alegre en las chimeneas, hacia las criptas heladas y las telas de araña.
Media la noche cuando entro en la segunda parte del libro. Casi prefiero la actitud voraz del héroe ante las mujeres a la pacatería de parte del texto. Sin duda me entregaría con mucho más entusiasmo al abrazo del monstruo que a un matrimonio tedioso cuyo objetivo es convertirme en un ángel. ¿Quiero casarme? ¿Lo deseo realmente? ¿Me parece tentadora la situación de mi hermana? Ese parece ser el destino, pero…
Así como el grupo de hombres que lucha contra el monstruo está formado por héroes, el femenino está formado, básicamente, por tres mujeres. Lucy Westerna, su madre, la Sra Westerna, y su íntima amiga y protagonista de la segunda parte del libro, Mina Murray, luego convertida, por virtud del matrimonio, en Mina Harker.
La Sra Westerna merece un párrafo aparte. Dada su edad, no puede convertirse ya en objeto de la sensualidad masculina y, por tanto, es usada en la novela como el obstáculo a todo intento de salvar a su hija. La Sra. Westerna, dicho sin rodeos, es inoportuna y tonta, me recuerda a esas propagandas patéticas de la televisión en las que se ve a una mujer que, de pronto, no sabe cómo lavar una camisa y debe pedirle ayuda a un técnico. Hombre, claro. Así nuestra heroína está constantemente al borde de la muerte por problemas cardíacos. Pero no le alcanza al autor la debilidad física. La señora Westerna une a la enfermedad una ignorancia y una imprudencia totales, y será quien abra la ventana al vampiro en la escena de la muerte de Lucy, en la que ella también pierde la vida. Nada le puede ser dicho para no enfermarla, y su hija desfallece ante sus ojos sin que ella se entere. En fin, una madre bastante sorprendente. Es un tipo de mujer que la cultura destaca. Protegidas siempre por hombres, las señoras Westernas tienen una sola virtud: la de permanecer mano sobre mano, convertidas en perfectas inútiles. De pronto me trepa un escalofrío de terror, y no justamente por los colmillos del monstruo sino porque me siento amenazada por la edad. ¿Cómo es posible que los hombres, al ser mayores, se conviertan en sabios, y las mujeres en tontas? ¿Dónde puedo encontrar, en la historia de la literatura, una mujer mayor con identidad positiva?
Volvamos a la novela. Lucy es, a su vez, el prototipo de la joven aristocrática, mimada, bella e inocente que pobló las novelas decimonónicas. Rubia, de ojos azules, su cuerpo y su actitud remiten a lo infantil y angelical. Niña más que mujer, cuando se transforma en vampiro irrumpe en ella una avidez sensual que la lleva a atacar a lo que debería ser el objeto de sus cuidados: los niños de la comarca. Y los hombres, que amaban su primera versión, la rechazan apasionadamente. El ángel vuelto mujer resulta repugnante.
Sí, era Lucy, ¡pero qué cambiada estaba! La dulzura que siempre habíamos visto en sus facciones había cedido el paso a una expresión dura y cruel, y su rostro reflejaba los más voluptuosos deseos en lugar de su habitual pureza. (.......) Al cabo de un breve instante, todo lo que restaba de mi amor se transformó en odio y rechazo. Si hubiésemos tenido que matarla en aquel momento, me hubiera gustado hacerlo con mis propias manos. Mientras nos seguía mirando con ojos llameantes y perversos, su rostro se iluminó con una voluptuosa sonrisa[4]
En tercer lugar tenemos a Mina, la más actual de las tres, “la perla de las mujeres”, al decir del Dr. Van Helsing, un personaje que algo tiene de los pintados tanto por Jean Austen como por Charlotte Brontë. Mina, pues, anticipa a la mujer moderna que también promueven las feministas de la época. Es más realista, sabe hacer algunas tareas como taquigrafía y mecanografía, sabe poner en orden la información. Es también valiente, realista y abnegada. Pero, a pesar de su mayor grado de independencia, se espera de ella una entrega casi total, hecho que, curiosamente, aceptará sin crítica alguna.
Entonces, de pronto, también creí que ya no podría soportar más emociones. La piedad que me inspiraba mi marido, los horrores que había vivido, el espantoso misterio que se adivinaba al leer su diario y el temor, que no había dejado de aumentar desde que lo leyera, todo ello me desgarraba el corazón… Seguramente debí perder la razón durante un instante, porque caí de rodillas, y alzando las manos hacia el profesor, le supliqué que curase a mi marido.[5]
Sus mayores conocimientos no la han preparado para ser independiente: vuelvo a estremecerme.
Permítame que sea una amiga para usted, una amiga que siempre le prestará apoyo. ¡Me agradaría tanto consolar a todos aquellos que se sienten tristes![6]
A pesar de su sumisión, este nuevo perfil de mujer que emerge tímidamente provoca estupor en la población masculina de la novela. Cómo, se pregunta de alguna manera el personaje, ¿las mujeres no eran seres que no llegaban jamás a la vida adulta? ¿O estaremos frente a un portento de la naturaleza, cerebro de hombre, corazón de mujer?
Pero entonces, señora, debe de tener usted una memoria maravillosa. Bien, esto no es muy frecuente en las jóvenes (....) Es usted una mujer sorprendente. Es usted muy buena, señora…[7]
Las citas abundan:
¡Ah!, ¡La sorprendente Mina! ¡Por cierto, tiene el cerebro de un hombre extraordinariamente dotado, pero su corazón es de mujer! ¡Créeme! Al formarla, Dios debió tener alguna intención especial. Estimado John, hasta ahora la suerte ha querido que esta mujer nos ayude, pero pasada esta noche, ya no deberá mezclarse en esta horrible historia.” (...) Nos prometimos mutuamente que destruiríamos al monstruo, pero ésta no es tarea para una mujer. Incluso, aunque no le ocurriera ninguna desgracia, podría fallarle el corazón ante tantos y tan espantosos horrores, y podría sufrir la secuela de las impresiones de una u otra forma, sea por algún trastorno nervioso, o porque sus noches se vieran plagadas para siempre de horribles pesadillas.[8]
¿Sólo los hombres pueden tener deseos? ¿Qué pasa cuando este “desorden” irrumpe en la psicología femenina? Desconcertados, los hombres sólo saben hacer lo de siempre: vigilar y castigar. A ellas les espera, si se entregan al beso en el cuello de un desconocido, una estaca en el corazón.
Objeto de los apetitos desmedidos de los “hombres malos”, la mujer del siglo XIX rompía su destino angelical al caer en brazos del seductor y, convertida también en un monstruo, no tenía ni siquiera el nivel necesario para entrar en la tradición. Esto tal vez explica, entre otras cosas, el éxito de Drácula y el olvido de la vampiro de Sheridan Le Fanu, Carmilla.
La noche se acaba y una luz pálida desdibuja la oscuridad. Desde la cama, exangüe y agotada, con este temblor maravilloso que provoca el miedo estético, cierro el libro, y pienso en un personaje que vampirizó hasta a su autor.
¿Seré yo también vampirizada por los hombres? ¿Me morderán el cuello hasta quitarme la vitalidad? ¿Me convertirán en una madre amantísima, y nada más? Por fin: ¿sobrevivirá mi hermana?
Pero puedo dormir tranquila. El príncipe Vlad III Dracul, llamado el Empalador, que da origen al mito en el siglo XV, el hombre temido por los campesinos de Transilvania, no atacará esta noche. Su crueldad no conoció límites, se dice que almorzaba en el campo de batalla rodeado de prisioneros agonizantes y atravesados por un palo. Sin embargo, producía en quienes lo conocían una terrible ambigüedad: la de su crueldad, por un lado, y la de su heroicidad, que lo llevaba a luchar contra los turcos, invasores del país.
La misma ambigüedad que me produce a mi este libro, este personaje. Un sol exangüe se asoma entre los nubarrones y me indica el final de la noche, los miedos vuelven a su sepultura, todo está en calma. Y, por cierto, ¿por qué es tan diferente convertirse en vampiro que ser una vampiresa?