La hija de Marx

La hija de Marx

Año: 1996.
Editorial: Lumen.

¿Qué hacía yo una mañana en Londres, en el V & A Museum, frente a una vidriera que exhibía mujeres en ropa interior?

Ante todo, he de aclarar que vivo en Madrid. Que estaba escribiendo una novela erótica, “La hija de Marx”, en la que, risueñamente, me burlaba del escándalo promovido por la publicación y consiguiente moda de ciertos textos del género. ¡Escandalizarse en pleno siglo XX! Aquello me parecía, cuando menos, pacato. Fue entonces cuando decidí que el texto comenzaría en el Londres victoriano, porque pocas cosas incitan tanto al erotismo como la prohibición.

Sin saberlo, casi, escribía una novela histórico-erótica, pero una novela, no un juego masturbatorio, no una novela “para leer con una sola mano”, como se dice en España y, como tantas cosas serias que se emprenden en la vida, aquello había comenzado en broma. La ironía inicial impregnó con su humor toda la novela.

Soñé un personaje, una posible bastarda de Marx, quien vivirían en el mundo de los exiliados rusos en Londres, rodeada por la nobleza, la suntuosidad y la militancia. Pero, como pasa cuando se escribe, no había soñado otra cosa que la realidad: luego supe que Marx había tenido un hijo natural con su criada, al que nunca reconoció.

Imaginemos que esta muchacha decide vivir, no la libertad política, sino la liberación sexual. Y luego de tanto imaginar, ya estaba construido uno de los ejes de la novela. ¿Cómo vivieron las mujeres que rodearon a los ideólogos de la revolución rusa? ¿Cómo fue su vida privada, su vida sexual?

Comencé “La hija de Marx” ingenuamente: no sabía cuántos años de pesquisas me esperaban. Porque, ¿dónde estaba escrita esta historia? De los hombres se había hablado mucho pero, a ellas, ¿quién las recordaba? Y tras estas preguntas, el silencio.

Volvamos ahora a Londres, al museo. Un higienista victoriano propone: “para conservar la salud, las mujeres no deben usar más de seis kilos de ropa interior” Las enciclopedias de la moda no dibujaban una imagen precisa.

Novela erótica, vestir y desvestir, desnudar. Y así en el museo contemplé, por fin, emocionada, aquella ropa íntima. En el mercado de Portobello alguien vendía antiguos trajes de seda, vestidos deliciosos que hacían alarde del amor de los ingleses por la conservación y, acariciando las telas suntuosas, supe que aquellas féminas tendrían un andar rumoroso. Luego, las joyas, los objetos eróticos –una búsqueda apasionante en las bibliotecas tras consoladores de marfil o de ébano, de cristal de bohemia- y también las comidas que aromaban las mesas, la iluminación.

Ya el primer personaje, Annushka, la hija de Marx, me remitía a Natalia, su madre, una mujer que me arrastró sorprendida hacia el amor sáfico. Y allí la documentación se hizo oscura, imposible casi. Era la represión la que había actuado, borrándolas del mapa. Alguien me mandó bibliografía desde Boston, desde París, y mientras los personajes simplemente se bañaban, yo seguía hundida en los archivos, ahora viendo aparecer la primera ducha, concebida sólo para “pacientes con enfermedades nerviosas” o adivinaba el rancio tufo de los europeos, que a veces no se bañaban en toda su vida.

Galopaba la historia iluminada por la luz de las velas, a caballo o en carroza. Cada gesto, cada movimiento, me obligaba a profundizar en la investigación. Y Natalia, la amante de Marx, sueña mientras viaja por ciudades europeas, conspira, ensaya la ruptura de la moral convencional; me pide que la lleve a Moscú, quiere abandonar el exilio, comprometerse con la revolución. Aquello me supera económicamente y busco en las raras biografías que existen de estas revolucionarias, o en Dostoievski, o en Turgueniev, buceo en busca de muebles, de gestos efímeros, y la novela quedará impregnada por aquellos autores.

Pero, ¿por qué estaba escribiendo? En aquel tiempo, la caída del Muro de Berlín envolvía Europa en una niebla de escepticismo. A pesar del fracaso del sistema soviético, el final de una utopía me llevó a pensar que aquellos luchadores ya lejanos merecían un homenaje, y no simplemente el olvido.

Fue entonces cuando cayó en mis manos un libro apasionante, “Los exilados rusos”, de Carr. Y comprendí que los personajes que estaba creando, su pasión política y desmesura sexual eran pálidos reflejos de la realidad.

Entonces yo misma habitaba en dos planos, en dos siglos. El tiempo pasaba en la novela y en mi vida y lo que comenzó como un juego era ya un encuentro con pasiones amorosas y políticas, lejanas y cercanas a la vez. Era el eco silenciado de mi generación y sus utopías, el desarraigo de una vida de extranjera en España.

1922. París, Alemania, Nueva Cork y una muchacha aviadora, la nieta de Marx, me pasea por los museos de aviación para que contemple viejos biplanos, o me obliga a releer las vanguardias estéticas de entreguerras, y entonces la novela cambia su escritura, pasa del realismo a la influencia del cine en medio de la velocidad de los coches que avanzan con peligrosa rapidez hacia un mundo sin ideales que chocará con el fascismo.

Han pasado seis años desde que escribí las primeras líneas de “La Hija de Marx”. Y al publicarla me pregunto si todo aquello ha terminado, si es nuestro mundo tan moderno como creemos, si la realidad de hoy es tan cambiante como la de aquellas mujeres que pasaron del olvido a la memoria, del corsé a la falda corta, del carruaje al avión, de la vela a la electricidad, de la utopía a la desesperanza.

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